martes, junio 09, 2015

Las intrusas perturban una tranquila digestión del cuerpo de Dios. (Galeano)

(Relato perteneciente a Memoria del Fuego.)
1979, Madrid

En una gran iglesia de Madrid, con misa especial se celebra el aniversario de la independencia argentina. Diplomáticos, empresarios y militares han sido invitados por el general Leandro Anaya embajador de la dictadura que allá lejos se está ocupando de asegura la herencia de la patria, la fe y demás propiedades.
Bellas luces caen desde los vitrales sobre los rostros y vestimentas de señoras y señores. En domingos como este, Dios es digno de confianza. Muy de vez en cuando alguna tosecita decora el silencio, mientras el sacerdote va cumpliendo el rito: imperturbable silencio de la eternidad, eternidad de los elegidos del Señor.
Llega el momento de la comunión. Rodeado de guardaespaldas, el embajador argentino se acerca al altar. Se arrodilla, cierra los ojos, abre la boca. Pero ya se despliegan los blancos pañuelos, ya los pañuelos están cubriendo las cabezas de las mujeres que avanzan por la nave central  y las naves laterales: las madres de Plaza de Mayo caminan suavemente, algodonoso rumor, hasta rodear a los guardaespaldas que rodean al embajador. Entonces lo miran fijo. Simplemente, lo miran fijo. El embajador abre los ojos, mira a todas esas mujeres que lo están mirando sin parpadear y traga saliva, mientras se paraliza en el aire la mano del sacerdote con la hostia entre dos dedos.
Toda la iglesia está llena de ellas. De pronto en el templo ya no hay santos ni mercaderes, ni nada más que una multitud de mujeres no invitadas, negras vestiduras, blancos pañuelos, todas calladas, todas de pie.
BWAHAHAHAAAHA!

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